Su carrera de publicidad e imagen estaba en stand-by. Su intento de incursión como ejecutivo publicitario tampoco cuajó. No tenía madera de lider, ni era proactivo; y carecía de resiliencia, como le confesaron en un encuentro con headhunters.
Seguía viviendo con su madre, aunque ya pasaba de los cuarenta, en un oscuro apartamento a 60 kilómetros de la capital.
Tras las habituales dos horas de autobús y metro y sus atascos y huelgas correspondientes, llegó con retraso a su puesto de trabajo. Se enfundó su nariz de payaso y el traje de peluche, mientras en la radio hablaban de las andanzas de la Troika asfixiando a Chipre. Los primeros clientes hacía tiempo que ya estaban devorando calorías, y su prole acompañante requería entretenimiento.
Aquellas sesiones de terapia cognitiva no estaban funcionando. Lo estaba simultaneando últimamente con lexatines y medicación cada vez más fuerte: paroxetina y risperdal. Todo ello regado con dosis cada vez mayores de calmantes naturales: cannabis, birras, vino, whisky y otros espirituosos.
Dibujó una mueca agria antes de abrir la boca para dedicar una risotada a su clientela. Dos niños comenzaron a llorar ante lo patético del gesto. Una madre dejó caer las patatas y rescató a su niño con un ademán de enfado.
Aquella fulana debió de poner una hoja de reclamación porque, a la media hora, le llegó un email de recursos humanos. Estaba despedido y su indemnización de 20 días sería consignada en magistratura.
Ballack sonrío por fin de verdad; se abrían de nuevo las puertas de su prisión, un mundo lleno de posibilidades...O tal vez sólo fuera otra fase de un descenso a los infiernos. Su sonrisa se truncó y volvió a ser un gesto desolado.
Amen.
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